El amor es un
sentimiento sano y desinteresado,
que solo cambia como
el agua cristalina de una fuente,
es como el color del firmamento, como la escala musical y
la tonalidad en las montañas; es como la ristra de una sementera,
vista en la línea del horizonte, es el coqueto viso de la luna y
los destellos del sol. Es pues, la serie de frases y vocablos
en los labios de un hombre
enamorado...
Es el afecto puro detenido
en un corazón aletargado...
Es el mismo Arco
Iris en sus colores difuminados...
Es ese algo que,
obligado, dejó de sentir el hombre,
al correr de los
años, en la responsabilidad de la mujer...
que mató al amor.
Ella la que ahuyentó
el coqueteo, la admiración,
la protección y el
amparo del hombre, dícese el papá,
los hermanos, el novio
o el esposo.
Ella, la que calló las
notas de la serenata
y el aroma de las
flores...
La mujer en el desespero por igualarse al hombre, trocó su naturaleza para
convertirse en conveniencia única
de la competencia, el desatino, el
impulso.
Perdió la femineidad,
la ternura, el romanticismo...
La mujer no buscó el
contraste de culturizarse,
se orientó hacia el
mundo y sus banalidades.
Cayó en el culto al
cuerpo, la vanidad, el explote,
la violencia.
Cambió su aspecto
femenil y elegante por el de
“hombruna”.
La mujer proliferó
la infidelidad, al convertirse en “eva”,
y la promiscuidad,
al volverse “adán”.
No necesitaba la
mujer llevar un distintivo que la
diferenciase del
hombre, ella simplemente como
mujer, fue hecha
para amar y que la amaren...
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