Cuando
empezaban a cantar los gallos, aclarando el dÃa, mi madre abandonaba el lecho…
Apenas
con 11 años, muy cerca de Bogotá, la vida nos daba la oportunidad de estar en
una casa campestre y, en su comodidad, despertar la perspectiva de un horizonte
abierto.
En la obscuridad de las cuatro de la mañana, sentÃa a mi lado el vacÃo de su tibio cuerpo, pues mi madre calentaba el lecho que compartÃamos las dos, y a su ausencia, yo despertaba…
En la obscuridad de las cuatro de la mañana, sentÃa a mi lado el vacÃo de su tibio cuerpo, pues mi madre calentaba el lecho que compartÃamos las dos, y a su ausencia, yo despertaba…
Desconcertada
y entumecida salÃa por el angosto corredor de la casa y divisaba en el gran
patio, la silueta de mi madre que, acompañada del rezo, lavaba nuestras ropas; de la llave colgaba una vieja media, para callar el
ruido producido por el chorro de agua. Inútil buscar silencio, habÃa otros
ruidos producidos por la ebullición de una olleta de agua de panela, el hervor de una vasija que contenÃa arroz y la enorme olla de la sopa; todas estas vasijas
producÃan una musicalidad, que al fondo de una oscura cocina, daban el
testimonio de la presencia de mi madre, harÃa una hora o más.
Ella
madrugaba para cumplir con sus deberes de mamá y dejar preparado el almuerzo, en cuya estufa de carbón de piedra daba gran trabajo prender.
Las
cuerdas de alambre quedaban llenas de ropa extendida, el desayuno preparado y el almuerzo
cocinado, para cuando regresáramos de la
escuela.
Mi
madre nos despertaba con su tierna y firme voz, para ir a estudiar; esa firmeza
que siempre dio muestra de autoridad, para reemplazar a un ausente
papá.
Asà lo esgrime ahora
mi mente, al recuerdo de la sequedad de sus palabras y la sobriedad de su
estilo…Mi
madre, el ser dulce que siempre nos prodigó “leche y miel”.
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