viernes, 16 de marzo de 2012

La Ausencia


Cuando empezaban a cantar los gallos, aclarando el día, mi madre abandonaba el lecho… 
Apenas con 11 años, muy cerca de Bogotá, la vida nos daba la oportunidad de estar en una casa campestre y, en su comodidad, despertar la perspectiva de un horizonte abierto. 
En la obscuridad  de las cuatro de la mañana, sentía a mi lado  el vacío de su  tibio cuerpo, pues mi madre calentaba el lecho que compartíamos las dos, y a su ausencia, yo despertaba…
Desconcertada y entumecida salía por el angosto corredor de la casa y divisaba en el gran patio, la silueta de mi madre que, acompañada del rezo, lavaba nuestras ropas; de la llave colgaba una vieja media, para callar el ruido producido por el chorro de agua. Inútil buscar silencio, había otros ruidos producidos por la ebullición de una olleta de agua de panela,  el hervor de una vasija que contenía arroz y  la enorme olla de la sopa; todas estas vasijas producían una musicalidad, que al fondo de una oscura cocina, daban el testimonio de la presencia de mi madre, haría una hora o más.
Ella madrugaba para cumplir con sus deberes de mamá y dejar preparado el almuerzo, en cuya estufa de carbón de piedra daba gran trabajo prender.
Las cuerdas de alambre quedaban llenas de ropa extendida, el desayuno preparado y el almuerzo cocinado, para cuando regresáramos de  la escuela.  
Mi madre nos despertaba con su tierna y firme voz, para ir a estudiar; esa firmeza que siempre dio muestra de autoridad, para reemplazar a un ausente papá. 
Así lo esgrime ahora mi mente, al recuerdo de la sequedad de sus palabras y la sobriedad de su estilo…Mi madre, el ser dulce que siempre nos prodigó “leche y miel”.

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